Robert
Bloch
EL VAMPIRO
ESTELAR
I
Confieso que sólo soy un simple
escritor de relatos fantásticos. Desde mi más temprana infancia me he sentido
subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los
temores innominables, los sueños grotescos, las fantasías más extrañas que
obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicable
atractivo para mí. En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos; me
he arrastrado entre las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las
regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la
tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el
dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos
que moran en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo sinientro se
manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas
eran la Suite de los Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se
convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos,
refinadamente crueles. En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el
transcurso del tiempo, me fuí haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé
por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y sueños. El
hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo
manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir
una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante
algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue
cuando me decidí a escribir. Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de
papel barato y unas hojas de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema.
¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría
sobre temas de horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en
mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito. Mis primeros intentos fueron
un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados
proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un
revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso
corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros
manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas de
este género los rechazaron con significativa unanimidad. Tenía que vivir.
Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas.
Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de las
oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar.
Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un segundo, y un tercero, y
un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y
comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el
ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me
proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo
no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue
la causa de mi ruina. Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos
efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera
obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi
ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis
errores de estilo. Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto
escogido Los vampiros, hombres-lobos, los profanadores de cadáveres, los
monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e
imagenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de vista
prosaicamente antropocéntrico, eran los principales obstáculos para producir un
cuento fantástico realmente bueno. Debía elegir un tema nuevo, una intriga
verdaderamente extraordinaria. ¡Si pudiera concebir algo realmente teratológico,
algo monstruosamente increíble! Estaba ansioso por aprender las canciones que
cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por
oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de
resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las
larvas en mi lengua, la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo.
Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos
vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el
gusano conoce. Entonces podría escribir la verdad, y mis esperanzas se
realizarían cabalmente. Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a
escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve
correspondencia con un eremita de los montes occidentales, con un sabio de la
región desolada del norte, y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de
éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de
una ciencia extraña. Primero me citó con mucha reserva, algunos pasajes del
legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía
fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había
estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales,
pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como
hijo de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de
otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse
prudentemente de las ciencias negras y prohibidas. Finalmente, después de mucho
insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas
personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi
corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida
reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba
tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa. Tan pronto
como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal
con el fin de conseguir libros deseados. Dirigí mis cartas a varias
uiversidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a dirigentes de
ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba
destinada al fracaso. Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba
claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que
sus secretos fuesen develados por un intruso. Posteriormente, recibí varias
cartas anónimas llenas de amenazas, e incluso una llamda telefónica
verdadramente alarmante. Pero lo que más me molestó, fue el darme cuenta de que
mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires,
amenazas.... ¡aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte. ¡Las
librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y
polvoriento. Entonces comencé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis
numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que
visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de
Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules. La perseverancia acaba por
triunfar. En una vieja tienda de South Dearborn Street, en unas estanterías
arrinconadas, acabé por encontrar lo que estaba buscando. Allí, encajado entre
dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas
de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título, De Vermis Mysteriis ,
"Misterios del Gusano". El propietario no supo decirme de dónde procedía el
libro aquél. Quizá lo había adquirido hace un par de años en algún lote de
libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo
vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado
mamotreto, y me despidió con amable satisfacción. Yo me marché apresudaramente
con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que había encontrado! Ya tenía
referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera
inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su
apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran
reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente
fue inmolado por el fiero poder secular. De él se decía que se proclamaba el
único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos
documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos
cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores
de Monserrat, pero los incrédulos lo seguían coniderando como un chiflado y un
impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero. Ludvig atribuía sus
conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los
brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los
djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún
tiempo en Egipto, y entre los santones libios circulan ciertas leyendas que
aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría. En todo caso, pasó sus
postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando -lugar muy
adecuado- las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque
cercano a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios
familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen , en
forma un tanto evasiva, que era asistido por "compañeros invisibles" y
"servidores enviados de las estrellas". Los campesinos evitaban pasar la noche
por el bosque donde habitaba, no le gustaban cierton ruidos que resonaban cuando
había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante
los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro
del bosque. Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la
Inquisición , nadie vio las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de
destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo, y
no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas....
todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minuciosos
reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de
que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también
en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su
silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una
mazmorra. Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando
escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los
Misterios del Gusano. Nadie se explica como pudo lograrlo sin que los guardianes
lo sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en
Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya
se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en
secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de
suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo
largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría
que encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por
algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento
de propagarlos. Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a
parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un
hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque
estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua,
al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era
exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para
desentrañarlo. Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de
poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad.
Más tarde tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo
para solicitar ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y
probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a
otros. Sin pensarlo más le escribí apresudaramente y muy poco después recibí su
contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por encima de todo, debía ir
inmediatamente.
II
Providence es un pueblo agradable. La casa de
mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante caro. La planta baja era
una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos
vertientes del tejado e iluminado por una amplia ventana, servía de estudio a mi
anfitrión. Allí reflexionamos durante la espantosa y memorable noche del pasado
abril, junto a la gran ventana abierta a la mar azulada. Era una noche sin luna,
una noche lívida en que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas.
Todavía puedo imaginar con nitidez la escena: la pequeña habitación iluminada
por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo... Los
libros tapizaban las paredes, los manuscritos se apilaban aparte, en
archivadores especiales. Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante
el misterioso volumen. El delgado perfil de mi amigo proyectaba una sombra
inquieta en la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina una
apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa
revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en
revelarse. Mi compañero era sensible también a esta atmósfera expectante. Los
largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta un extremo
inconcebible. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni era la
fiebre la que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun
antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a
moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía
brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su
encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo
alimento habitual fuera singularmnente horrible. Aquella noche había contado a
mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al
principio parecía deseoso, ansioso diría yo, por empezar enseguida su
traducción. Ahora, en cambio, vacilaba. Insistía en que no era prudente leerlo.
Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se
ocultaban en sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se
atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos
hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas
páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído
aún, y que tratara de inspirarme en fuentes más saludables. Fui un necio.
Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no
tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro.
Comencé a pasar hojas. El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un
libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en
gruesos caracteres latinos... y nada más, ninguna ilustración, ningún grabado
alarmante. Mi amigo no puedo resistir la tentación de saborear semejante rareza
bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto
por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, enpezó a leer en voz baja
algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató
el precioso volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al
azar. De cuando en cuando, los traducía al inglés. Sus ojos relampagueaban con
un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración total en los
viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz
alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se
debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía
algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado
de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que
el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han
el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de serpientes. Yo temblaba, ya
conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a
saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no tardó en suceder. De repente, mi
amigo se volvió hacia mí, preso de una gran agitación. Con voz chillona y
exitada me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y
los relatos sobre servidores invisibles que había hecho venir desde las
estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí.
Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que
trataba de los demonios familiares, había encontrado una especie de plegaria o
conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus
invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora iba a escuchar,
él me lo leería. Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a
pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de
arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me
quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta
excitación, leía una larga y sonora invocación: "Tibi, Magnum Innominandum,
signa stellarum nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigillum"... El ritual siguió
adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y muerte;
temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi
cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco infinito, más allá
de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas
primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de su
oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me paré a
reflexionar. Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo respuesta.
Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando
sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando un
viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como
una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en
una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la
ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá
de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas
histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas carcajadas
que no profería boca alguna alcanzaron la última quintaescencia del horror. Lo
demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana y
comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la
lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento
después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el
aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un
chasquido horrible y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos
vidriosos, y sus manos se crispaban compulsivamente como si quisiera agarrar
algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora
provenía de dentro de la habitación! Las estrellas oscilaban en roja angustia,
el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en mi silla, con los
ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí. Mi amigo
empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaban con aquella risa perversa que surgía
del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia
atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un
surtidor. Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó
la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por en vértigo
del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible
del más allá! ¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e
inconscientemente? ¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver?
Después,aun tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se
encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó
horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso.
Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo....
sangriento. Muy despacio, pero en forma contínua, la silueta de la Presencia fue
perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la
invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante,
húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que se
abrían y cerraban con horrible codicia... Era una cosa hinchada y obscena, un
bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de
garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se
había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo para
presenciarlo un humano. Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella
criatura no se demoró ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver
fláccido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso
y retorcido, y se dirigió a la ventana con rapidez. Allí, comprimió su
tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa
burlesca y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a
los abismos de donde había venido. Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación,
ante el cuerpo roto y sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la
pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro
de mi amigo era una calavera ensagrentada vuelta hacia las estrellas. Permanecí
largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la habitación.
Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella
de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me
había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes de que las
llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las
torcillas calles, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las
estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través
de los desgarrones de la niebla fantasmal. Al cabo de varias horas, me sentí lo
bastante calmado para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve
tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de
los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo
había fallecido en un incendio que destruyó su vivienda. Solamente a veces, por
la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un
gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo drogas, en un vano
intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero esto
tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí.
Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las
estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura
que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día,
porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios del
Gusano.