Robert E. Howard
LA PIEDRA NEGRA
Dicen que los seres inmundos de los
Viejos Tiempos acechan
En los oscuros rincones olvidados de la
tierra,
Y que aún se abren las Puertas que liberan, ciertas
noches,
A unas formas prisioneras del Infierno.
Justin
Geoffrey
La primera vez que leí algo sobre esta cuestión fue en el
extraño libro de von Junzt, aquel extravagante alemán que vivió tan
singularmente, y murió en circunstanccias tan misteriosas y terribles. Fue una
suerte para mí que cayese en mis manos su obra Cultos Sin Nombre, llamada
también el Libro Negro, en su edición original publicada en Düsseldorf en 1839
poco antes de que al autor le sorprendiese su terrible destino. Los bibliógrafos
suelen conocer los Cultos Sin Nombre a través de la edición barata y mal
traducida que publicó Bridewell en Londres, en el año 1845, o de la edición
cuidadosamente expurgada que puso a la luz la Golden Goblin Press de Nueva York
en 1909. Pero el volumen
con el que yo me tropecé era uno de los
ejemplares alemanes de la edición completa, encuadernada con pesadas cubiertas
de piel y cierres de hierro herrumbroso. Dudo mucho que haya más de media docena
de estos ejemplares en todo el mundo, hoy en día; primero, porque no se
imprimieron muchos, y además, porque cuando corrió la voz de cómo había
encontrado la muerte su autor, muchos de los que poseían el libro lo quemaron
asustados.
Von Junzt (1795-1840) pasó toda su vida buceando en temas
prohibidos. Viajó por todo el mundo, consiguió ingresar en innumerables
sociedades secretas, y llegó a leer un sinfín de libros y manuscritos
esotéricos. En los densos capítulos del Libro Negro, que oscilan entre una
sobrecogedora claridad de exposición y la oscuridad más ambigua, hay detalles y
alusiones que helarían la sangre del hombre más equilibrado. Leer lo que von
Junzt se atrevió a poner en letra de molde, suscita conjeturas inquietantes
sobre lo que no se atrevió a decir. ¿De qué tenebrosas cuestiones, por ejemplo,
trataban aquellas páginas, escritas con apretada letra, del manuscrito en que
trabajaba infatigablemente pocos meses antes de morir, y que se encontró
destrozado y esparcido por el suelo de su habitación cerrada bajo llave, donde
von Junzt fue hallado muerto con señales de garras en el cuello? Eso nunca se
sabrá, porque el amigo más allegado del autor, el francés Alexis Landeau,
después de una noche de recomponer los fragmentos y leer el contenido, lo quemó
todo y se cortó el cuello con una navaja de afeitar.
Pero el contenido
del volumen publicado es ya suficientemente estremecedor, aun admitiendo la
opinión general de que tan sólo representa una serie de desvaríos de un
enajenado. Entre multitud de cosas extrañas encontré una alusión a la Piedra
Negra, ese monolito siniestro que se cobija en las montañas de Hungría y en
torno al cual giran tantas leyendas tenebrosas. Von Junzt no le dedicó mucho
espacio. La mayor parte de su horrendo trabajo se refiere a los cultos y objetos
de adoración satánica que, según él, existen todavía; y esa Piedra Negra
representaría algún orden o algún ser perdido, olvidado hace ya cientos de años.
No obstante, al mencionarla, se refiere a ella como a una de las claves. Esta
expresión se repite muchas veces en su obra, en diversos pasajes, y constituye
uno de los elementos oscuros de su trabajo. Insinúa brevemente haber visto
escenas singulares en torno a un monolito, en la noche del 24 de junio. Cita la
teoría de Otto Dostmann, según la cual este monolito sería un vestigio de la
invasión de los hunos, erigido para conmemorar una victoria de Atila sobre los
godos. Von Junzt rechaza esta hipótesis sin exponer ningún argumento para
rebatirla; únicamente advierte que atribuir el origen de la Piedra Negra a los
hunos es tan lógico como suponer que Stonehenge fue erigido por Guillermo el
Conquistador.
La enorme antigüedad que esto daba a entender excitó mi
interés extraordinariamente y, tras haber salvado algunas dificultades, conseguí
localizar un ejemplar, roído de ratas, de Los restos arqueológicos de los
Imperios Perdidos (Berlín, 1809, Edit. "Der Drachenhaus"), de Dostmann. Me
decepcionó el comprobar que la referencia que hacía Dostmann sobre la Piedra
Negra era más breve que la de von Junzt, despachándola en pocas líneas como
monumento relativamente moderno comparado con las ruinas grecorromanas de Asia
Menor, que eran su tema favorito. Admitía, eso sí, su incapacidad para descifrar
los deteriorados caracteres grabados en el monolito, pero declaraba que eran
inequívocamente mongólicos. Sin embargo, entre los pocos datos de interés que
suministraba Dostmann, figuraba su referencia al pueblo vecino a la Piedra
Negra: Stregoicavar, nombre nefasto que significa algo así como Pueblo
Embrujado. No logré más información, a pesar de la minuciosa revisión de guías y
artículos de viajes que llevé a cabo: Stregoicavar, que no venía en ninguno de
los mapas que cayó en mis manos, está situado en una región agreste, poco
frecuentada, lejos de la ruta de cualquier viajero casual. En cambio, encontré
motivo de meditación en las Tradiciones y costumbres populares de los magiares,
de Dornly. En el capítulo que se refiere a Mitos sobre los Sueños cita la Piedra
Negra y cuenta extrañas supersticiones a este respecto. Una de ellas es la
creencia de que, si alguien duerme en la proximidad del monolito, se verá
perseguido para siempre por monstruosas pesadillas; y cita relatos de aldeanos
que hablaban de gentes demasiado curiosas que se aventuraban a visitar la Piedra
Negra en la noche del 24 de junio, y que morían en un loco desvarío a causa de
algo que habían visto allí.
Eso fue todo lo que saqué en claro en
Dornly, pero mi interés había aumentado muchísimo al presentir que en torno a
esa Piedra había algo claramente siniestro. La idea de una antigüedad tenebrosa,
las repetidas alusiones a acontecimientos monstruosos en la noche del 24 de
junio, despertaron algún instinto dormido de mi ser, de la misma forma que se
siente, más que se oye, la corriente de algún oscuro río subterráneo en la
noche.
Y de pronto me di cuenta de que existía una relación entre esta
Piedra y cierto poema fantástico y terrible escrito por el poeta loco Justin
Geoffrey: El Pueblo del Monolito. Las indagaciones que realicé me confirmaron
que, en efecto, Geoffrey había escrito este poema durante un viaje por Hungría;
por consiguiente, no cabía duda de que el monolito a que se refería en sus
versos extraños era la misma Piedra Negra. Leyendo nuevamente sus estrofas
sentí, una vez más, las extrañas y confusas agitaciones de los mandatos del
subconsciente que había observado la primera vez que tuve conocimiento de la
Piedra.
Había estado pensando qué sitio elegir para pasar unas cortas
vacaciones, hasta que me decidí. Me fui a Stregoicavar. Un tren anticuado me
llevó de Temesvar hasta una distancia todavía respetable de mi punto de destino;
luego, en tres días de viaje en un coche traqueteante, llegué al pueblecito,
situado en un fértil valle encajonado entre montañas cubiertas de abetos. El
viaje transcurrió sin incidencias. Durante el primer día, pasamos por el viejo
campo de batalla de Schomvaal, donde un bravo caballero polaco-húngaro, el conde
Boris Vladinoff, presentara una valerosa e inútil resistencia frente a las
victoriosas huestes de Solimán el Magnífico cuando, en 1526, el Gran Turco se
lanzó a la invasión de la Europa oriental.
El cochero me señaló un gran
túmulo de piedras desmoronadas en una colina próxima, bajo el cual descansaban,
según dijo, los huesos del valeroso conde. Recordé entonces un pasaje de las
Guerras turcas, de Larson : "Después de la escaramuza (en la que el conde había
rechazado la vanguardia de los turcos con un reducido ejército), el conde
permaneció al pie de la muralla del viejo castillo de la colina para disponer el
orden de sus fuerzas. Un ayudante le trajo una cajita laqueada que había
encontrado en el cuerpo del famoso escriba e historiógrafo Selim Bahadur, caído
en la refriega. El conde extrajo de ella un rollo de pergamino y comenzó a leer.
No bien terminó las primeras líneas, cuando palideció intensamente y, sin
pronunciar una palabra, guardó el documento en la caja y se la guardó bajo su
capa. En ese preciso momento abría fuego un cañón turco, y los proyectiles
dieron contra el viejo castillo ante el espanto de los húngaros que vieron
derrumbarse las murallas sobre el esforzado conde. Sin caudillo, el valiente
ejército se desbarató, y en los años de guerra asoladora que siguieron, no
llegaron a recuperarse los restos mortales del noble caballero. Hoy, los
naturales del país muestran un inmenso montón de ruinas cerca de Schomvaal, bajo
las cuales, según dicen, todavía descansa lo que los siglos hayan respetado del
conde Boris Vladinoff."
Stregoicavar me dio la sensación de un
pueblecito dormido que desmentía su nombre siniestro, un remanso de paz
respetado por el progreso. Los singulares edificios, y los trajes y costumbres
aún más extraños de sus gentes, pertenecían a otra época. Eran amables, algo
curiosos, sin ser preguntones, a pesar de que los visitantes extranjeros eran
sumamente escasos.
-Hace diez años, llegó otro americano: Estuvo pocos
días en el pueblo -dijo el dueño de la taberna donde me había hospedado-, Era un
muchacho bastante raro -murmuró para sí- ; un poeta, me
parece.
Comprendí que debía referirse a Justin Geoffrey.
-Sí,
era poeta -contesté-, y escribió un poema sobre un paraje próximo a este mismo
pueblo.
-¿De veras? -mi patrón se sintió interesado-. Entonces, siendo
así que todos los grandes poetas son raros en su manera de hablar y de
comportarse, él debe haber alcanzado gran fama, porque las cosas que hacía y las
conversaciones suyas eran lo más extraño que he visto en ningún
hombre.
-Eso le ocurre a casi todos los artistas -contesté-. La mayor
parte de su mérito se le ha reconocido después de muerto.
-¿Ha muerto,
entonces?
-Murió gritando en un manicomio, hace cinco
años.
-Lástima, lástima -suspiró con simpatía-. Pobre muchacho... Miró
demasiado la Piedra Negra.
Me dio un vuelco el corazón. No obstante,
disimulé mi enorme interés y dije como por casualidad:
-He oído algo
sobre esa Piedra Negra. Creo que está por ahí cerca, ¿no?
-Más cerca de
lo que la gente cristiana desea -contestó-. ¡Mire!
Me condujo a una
ventana enrejada y me señaló las laderas, pobladas de abetos, de las acogedoras
montañas azules.
-Allá, al otro lado de la gran cara desnuda de ese
risco tan saliente que ve usted, ahí se levanta esa Piedra maldita. ¡Ojalá se
convirtiese en polvo, y el polvo se lo llevara el Danubio hasta lo más profundo
del océano! Una vez, los hombres quisieron destruirla, pero todo el que
levantaba el pico o el martillo contra ella moría de una manera espantosa. Ahora
la rehuyen.
-¿Qué maldición hay en ella? -pregunté
interesado.
-El demonio, el demonio que la está rondando siempre
-contestó con un estremecimiento-. En mi niñez conocí a un hombre que subió de
allá abajo y se reía de nuestras tradiciones tuvo la temeridad de visitar la
Piedra en la noche del 24 de junio, y al amanecer entró de nuevo en el pueblo
como borracho, enajenado, sin habla. Algo le había destrozado el cerebro y le
había sellado los labios, pues hasta el momento de su muerte, que ocurrió poco
después, tan sólo abrió la boca para proferir blasfemias o babear una jerigonza
incomprensible.
"Mi sobrino, de pequeñito, se perdió en las montañas y
durmió en los bosques inmediatos a la Piedra, y ahora en su madurez se ve
atormentado por sueños enloquecedores, de tal manera que, a veces, te hace pasar
una noche espantosa con sus alaridos, y luego despierta empapado de un sudor
frío.
"Pero cambiemos de tema, Herr, Es mejor no insistir en esas
cosas."
Yo hice un comentario sobre la manifiesta antigüedad de la
taberna, y me contestó orgulloso:
-Los cimientos tienen más de
cuatrocientos años. El edificio primitivo fue la única casa del pueblo que no
destruyó el incendio, cuando los demonios de Solimán cruzaron las montañas.
Aquí, en la casa que había sobre estos mismos cimientos, se dice que tenía el
escriba Selim Bahadur su cuartel general durante la guerra que asoló toda esta
comarca.
Luego supe que los habitantes de Stregoicavar no son
descendientes de los que vivieron allí antes de la invasión turca de 1526. Los
victoriosos musulmanes no dejaron con vida a ningún ser humano -ni en el pueblo
ni en sus contornos- cuando atravesaron este territorio. Los hombres, las
mujeres y los niños fueron exterminados en un rojo holocausto, dejando una vasta
extensión del país silenciosa y desierta. Los actuales habitantes de
Stregoicavar descienden de los duros colonizadores que llegaron de las tierras
bajas y reconstruyeron el pueblo en ruinas, una vez que los turcos fueron
expulsados.
Mi patrón no habló con ningún resentimiento de la matanza
de los primitivos habitantes. Me enteré de que sus antecesores de las tierras
bajas miraban a los montañeses incluso con más odio y aversión que a los propios
turcos. Habló con vaguedad respecto a las causas de esta enemistad, pero dijo
que los anteriores vecinos de Stregoicavar tenían la costumbre de hacer furtivas
excursiones en las tierras bajas, robando muchachas y niños. Además, contó que
no eran exactamente de la misma sangre que su pueblo; el vigoroso y original
tronco eslavo-magiar se había mezclado, cruzándose con la degradada raza
aborigen hasta fundirse en la descendencia y dar lugar a una infame amalgama. El
no tenía la más ligera idea de quiénes fueron esos aborígenes; únicamente
sostenía que eran "paganos", y que habitaban en las montañas desde tiempo
inmemorial, antes de la llegada de los pueblos conquistadores.
Di poca
importancia a esta historia. En ella no veía más que una leyenda semejante a la
que dieron origen la fusión de las tribus celtas y los aborígenes mediterráneos
de las montañas de Escocia, y las razas mestizas resultantes que, como los
pictos, tanta importancia tienen en las leyendas escocesas. El tiempo produce un
curioso efecto de perspectiva en el folklore. Los relatos de los pictos se
entremezclaron con ciertas leyendas sobre una raza mongólica anterior, hasta el
punto de que, con el tiempo, se llegó a atribuir a los pictos los repulsivos
caracteres del achaparrado hombre primitivo, cuya .individualidad fue absorbida
por las leyendas pictas, perdiéndose en ellas. Del mismo modo, pensaba yo,
podría seguirse la pista de los supuestos rasgos inhumanos de los primeros
pobladores de Stregoicavar hasta sus orígenes en los más viejos y gastados mitos
de los pueblos invasores, los mongoles y los hunos.
A la mañana
siguiente de mi llegada pedí instrucciones a mi patrón -que por cierto me las
dio de muy mala gana-, y me puse en camino, en busca de la Piedra Negra. Después
de una caminata de varias horas cuesta arriba, por entre los abetos de las
laderas, llegué a la cara abrupta de la escarpa que sobresalía poderosamente del
costado de la montaña. De allí ascendía un estrecho sendero que separaba hasta
coronarla. Subí por él, y desde arriba contemplé el tranquilo valle de
Stregoicavar, que parecía dormitar protegido a uno y otro lado por las grandes
montañas azules. Entre la escarpa donde estaba yo y el pueblo no se veían
cabañas ni signo alguno de vida humana. Había bastantes granjas desperdigadas
por el valle, pero todas estaban situadas al otro lado de Stregoicavar. El
pueblo mismo parecía huir de los ásperos riscos que ocultaban la Piedra
Negra.
La cima de las escarpas formaban como una especie de meseta
cubierta de espeso bosque. Caminé por la espesura y en seguida llegué a un claro
muy grande, y en el centro de ese claro se alzaba un descarnado monolito de
piedra negra.
Era de sección octogonal, y tendría unos cuatro o cinco
metros de altura y medio metro aproximadamente de espesor. Se veía bien que
había sido perfectamente pulimentado en su tiempo, pero ahora la superficie de
la piedra mostraba numerosas mellas como si hubieran llevado a cabo salvajes
esfuerzos por demolerla. Pero los picos apenas habían conseguido
descascarillarla y mutilar los caracteres que la ornaban en espiral hasta
arriba, en torno del fuste. Hasta una altura de dos metros y medio o poco más,
los caracteres estaban casi totalmente destruidos, de tal manera que resultaba
muy difícil averiguar sus características. Más arriba se veían mucho mejor
conservados, y yo me las arreglé para trepar por la columna y examinarlos de
cerca. Todos estaban deteriorados en mayor o menor grado, pero era evidente que
no pertenecían a ninguna lengua que yo pudiera recordar en ese momento sobre la
faz de la tierra. Lo que más llegaba a parecérsele, de todo lo que había visto
en mi vida, eran unos toscos garabatos trazados sobre cierta roca gigantesca,
extrañamente simétrica, de un valle perdido del Yucatán. Recuerdo que, al
señalarle aquellos trazos a mi compañero, que era arqueólogo, él sostuvo que
eran efecto natural de la erosión, o el inútil garabateo de un indio, yo le
expuse mi teoría de que la roca era realmente la base de una columna
desaparecida, pero él se limitó a reír, y me dijo que reparase en las
proporciones que suponía; de haberse levantado una columna allí de acuerdo con
las normas ordinarias de la simetría arquitectónica habría tenido lo menos
trescientos metros de altura. Pero no me dejó convencido.
No quiero
decir que los caracteres grabados sobre la Piedra Negra fuesen semejantes a los
de la descomunal roca del Yucatán, sino que me los sugerían. En cuanto a la
materia del monolito, también me desconcertó. La piedra que habían empleado para
tallarla era de un color negro y tenía un brillo mate; y en su superficie, allí
donde no había sido raspada o desconchada, producía un curioso efecto de
semitransparencia.
Pasé en aquel lugar la mayor parte de la mañana y
regresé perplejo. La Piedra no me sugería ninguna relación con ningún otro
monumento del mundo. Era como si el monolito hubiese sido erigido por manos
extrañas en una edad remota y ajena a la humanidad.
Regresé al pueblo.
De ninguna manera había disminuido mi interés. Ahora que había visto aquella
piedra tan singular, sentía mucho más apremiante el deseo de investigar el
asunto con mayor amplitud e intentar descubrir qué extrañas manos y con qué
extraño propósito fue levantada la Piedra Negra, en lejanos
tiempos.
Busqué al sobrino del tabernero y le pregunté sobre sus
sueños, pero estuvo muy confuso, aun cuando hizo lo posible por complacerme. No
le importaba hablar de ellos, pero era incapaz de describirlos con la más mínima
claridad. Aunque tenía siempre los mismos sueños, y a pesar de que se le
presentaban espantosamente vívidos, no le dejaban huellas claras en la
conciencia. Los recordaba como un caos de pesadillas en las que inmensos
remolinos de fuego arrojaban tremendas llamaradas y retumbaba incesantemente un
tambor. Sólo recordaba con claridad que una noche había visto en sueños la
Piedra Negra, no en la falda de la montaña, sino rematando la cima de un
castillo negro y gigantesco.
En cuanto al resto de los vecinos observé
que no les gustaba hablar de la Piedra, excepto al maestro, hombre de una
instrucción sorprendente, que había pasado mucho más tiempo fuera, por el mundo,
que ningún otro de sus convecinos.
Se interesó muchísimo en lo que le
conté sobre las observaciones de von Junzt relativas a la Piedra Negra, y
manifestó vivamente que estaba de acuerdo con el autor alemán en cuanto a la
edad que atribuía al monolito. Estaba convencido de que alguna vez existió en
las proximidades una sociedad satánica, y que posiblemente todos los antiguos
vecinos habían sido miembros de ese culto a la fertilidad que amenazó con
socavar la civilización europea y dio origen a tantas historias de brujería.
Citó el mismo nombre del pueblo para probar su punto de vista. Originalmente no
se llamaba Stregoicavar, dijo; de acuerdo con las leyendas, los que fundaron el
pueblo lo llamaron Xuthltan, que era el primitivo nombre del lugar sobre el que
asentaron sus casas, hace ya muchos siglos.
Este hecho me produjo otra
vez un indescriptible sentimiento de desazón. El nombre bárbaro no me sugería
relación alguna con las razas escitas, eslavas o mongolas a las que deberían
haber pertenecido los habitantes de estas montañas.
Los magiares y los
eslavos de las tierras bajas creían sin duda que los primitivos habitantes del
pueblo eran miembros de un culto maléfico, como se demostraba, a juicio del
maestro, por el nombre que dieron al pueblo y que continuaron empleando aun
después de ser aniquilados los antiguos pobladores por los turcos y haberlo
reconstruido una raza más pura.
No creía él que fueran los iniciados en
ese culto quienes erigieron el monolito, aunque opinaba que lo emplearon como
centro de sus actividades; y, basándose en vagas leyendas que se venían
transmitiendo desde antes de la invasión turca, expuso una teoría según la cual
los degenerados pobladores antiguos lo habían usado como una especie de altar
sobre el cual ofrecieron sacrificios humanos, empleando como víctimas a las
muchachas y a los niños robados a los propios antepasados de los actuales
pobladores, que a la sazón vivían en las tierras bajas.
Desestimaba el
mito de los horripilantes sucesos de la noche del 24 de junio, así como la
leyenda de una deidad extraña que el pueblo hechicero invocaba por medio de
cantos salvajes rituales de flagelación y sadismo, como se decía.
No
había visitado la Piedra en la noche del 24 de junio, según confesó, pero no le
daría miedo hacerlo; lo que había existido o lo que sucedió allí en otra época,
fuera lo que fuese, se había sumido en la niebla del tiempo y del olvido. La
Piedra Negra había perdido su significado salvo el de ser el nexo de unión con
un pasado muerto y polvoriento.
Hacía cosa de una semana que estaba ya
en Stregoicavar cuando, una noche, al volver de una visita al maestro, me quedé
impresionado de pronto al recordar que ¡estábamos a 24 de junio! Era, pues, la
noche en que, según las leyendas, sucedían cosas misteriosas en relación con la
Piedra Negra. En vez de meterme en la taberna, crucé el pueblo a buen paso.
Stregoicavar estaba en silencio; los vecinos solían retirarse temprano. No vi a
nadie en mi camino. Me interné entre los abetos que ocultaban las faldas de las
montañas en una susurrante oscuridad. Una gran luna plateada parecía suspendida
encima del valle, inundando los peñascos y pendientes con una luz inquietante y
perfilando negras sombras en el suelo. No soplaba aire por entre los abetos, y
no obstante, se oía elevarse un murmullo fantasmal y misterioso. Mi fantasía
evocaba quimeras. Seguramente en una noche como ésta, hacía siglos, volaban por
el valle las brujas desnudas, a horcajadas en sus escobas, perseguidas por sus
burlescos demonios familiares.
Encaminé mis pasos hacia las escarpas.
Me sentía algo inquieto al notar que la engañosa luz de la luna les prestaba un
aspecto artificioso que no había notado antes: bajo aquella luz fantástica,
habían perdido su apariencia de escarpas naturales para convertirse en ruinas de
gigantescas murallas que sobresalían de la ladera.
Esforzándome por
apartar de mí esa ilusión extraña, subí hasta la meseta y dudé un momento antes
de sumergirme en la tremenda oscuridad de los bosques. Una especie de tensión
mortal se cernía sobre las sombras, como si un monstruo invisible contuviera su
aliento para no ahuyentar su presa.
Deseché este sentimiento
-perfectamente natural, considerando el carácter imponente del lugar y su infame
reputación- y me abrí paso a través del bosque, experimentando la desagradable
sensación de que me seguían. Tuve que detenerme una vez, seguro de que algo
pegajoso y vacilante me había rozado en la cara, en la oscuridad.
Salí
al claro y vi el alto monolito alzando su silueta desnuda sobre la yerba. En la
linde del bosque, en dirección a la escarpa, había una piedra que formaba como
una especie de asiento natural. Me senté en ella, pensando que probablemente fue
allí donde el poeta loco, Justin Geoffrey, había escrito su fantástico Pueblo
del Monolito. El tabernero pensaba que era la Piedra lo que había provocado la
locura de Geoffrey, pero la semilla de la locura estaba sembrada en el cerebro
del poeta mucho antes de haber visitado Stregoicavar.
Eché una mirada
al reloj. Eran casi los doce. Me recosté en espera de cualquier manifestación
espectral que pudiese aparecer. Comenzaba a levantarse una brisa suave entre las
ramas de los abetos y su música me recordó la de unas gaitas invisibles y
lánguidas susurrando una melodía pavorosa y maligna. La monotonía del sonido y
mi mirada, invariablemente fija en el monolito, me produjeron una especie de
autohipnosis; me estaba quedando amodorrado. Luché contra esta sensación, pero
el sueño pudo conmigo. El monolito parecía ladearse, danzar extrañamente,
retorcerse. Entonces me dormí.
Abrí los ojos y traté de levantarme,
pero no me fue posible; parecía como si una mano helada me agarrara sin que yo
pudiera hacer nada Un frío terror se apoderó de mí. El claro del bosque ya no
estaba desierto. Se veía atestado de una silenciosa multitud de gentes extrañas.
Mis ojos dilatados repararon en los raros y bárbaros detalles de sus atuendos.
Mi entendimiento me decía que eran remotísimos, olvidados incluso en esta tierra
atrasada. Seguramente, pensé, son gente del pueblo que ha venido aquí para
celebrar algún cónclave grotesco... Pero otra mirada me hizo comprender que
aquellas gentes no eran de Stregoicavar. Eran más bajos de estatura, más
rechonchos, tenían la frente más deprimida, la cara más ancha y abotagada.
Algunos poseían rasgos eslavos y magiares, pero dichos rasgos se veían
degradados por la mezcla con alguna raza extranjera más baja que no me era
posible clasificar. Muchos de ellos vestían con pieles de bestias feroces, y
todo su aspecto, tanto el de los hombres como el de las mujeres, era de una
brutal sensualidad. Aquellas gentes me horrorizaban y me repugnaban, aunque no
me prestasen atención alguna. Habían formado un inmenso semicírculo delante del
monolito. Empezaron una especie de canto extendiendo los brazos al unísono y
balanceando sus cuerpos rítmicamente de cintura para arriba. Todos los ojos
estaban fijos en la cúspide de la Piedra, a la que parecían estar invocando.
Pero lo más extraño de todo era el tono apagado de sus voces; a menos de
cincuenta metros de donde yo estaba, centenares de hombres y mujeres levantaban
sus voces en una melodía salvaje, y, sin embargo, aquellas voces me llegaban
como un murmullo débil, confuso, como si viniera de muy lejos, a través del
espacio o del tiempo.
Delante del monolito había como un brasero, del
que se elevaban vaharadas de un humo amarillo, repugnante, nauseabundo, que se
enroscaba formando una extraña espiral, como una serpiente inmensa y borrosa, en
torno al monumento.
A un lado de este brasero yacían dos figuras: una
muchacha, completamente desnuda, atada de pies y manos, y un niño que tendría
tan sólo unos meses. Al otro lado, se acuclillaba una vieja hechicera con un
extraño tambor en su regazo. Tocaba con las manos abiertas, con golpes pausados
y leves; pero yo no lo oía.
El ritmo de los cuerpos balanceantes empezó a
adquirir mayor rapidez. Entonces saltó una mujer desnuda al espacio que quedaba
libre entre la multitud y el monolito; llameaban sus ojos, su larga cabellera
flotaba alborotada mientras danzaba vertiginosamente sobre la punta de los pies,
dando vueltas por todo el espacio libre, hasta que cayó prosternada ante la
Piedra, y allí quedó inmóvil. Inmediatamente la siguió una figura fantástica, un
hombre vestido tan sólo con una piel de macho cabrío colgando de la cintura, y
cuyas facciones estaban totalmente ocultas por una máscara fabricada con una
enorme cabeza de lobo, de tal manera que daba la impresión de un ser monstruoso,
pesadillesco, mezcla horrible de elementos humanos y bestiales. Sostenía en la
mano un haz de varas de abeto, atado por los extremos más gruesos. La luz de la
luna brillaba en una pesada cadena de oro que llevaba enlazada en el cuello.
Prendida a esta cadena, llevaba otra de cuyo extremo debería haber colgado algún
objeto que, sin embargo, faltaba.
La multitud agitaba los brazos con
violencia y redoblaba sus gritos, mientras esa grotesca criatura galopaba por el
espacio abierto dando muchos saltos y cabriolas. Se acercó a la mujer que yacía
al pie del monolito y comenzó a azotarla con las varas; entonces ella se levantó
de un salto y se entregó a la danza más salvaje e increíble que había visto en
mi vida. Su atormentador bailó con ella manteniendo el mismo ritmo, colocándose
a su altura en cada giro y cada salto, al tiempo que descargaba unos golpes
despiadados sobre su cuerpo desnudo. Y a cada golpe que le daba gritaba una
palabra extraña; y así una y otra vez, y toda la gente le coreaba. Podía verles
mover los labios. Ahora el débil murmullo de sus voces se fundió y se hizo un
solo grito, distante y lejano, repetido continuamente en un éxtasis frenético.
Pero no logré entender lo que gritaban.
Los danzantes giraban en
vertiginosas vueltas, mientras los espectadores, de pie todavía en sus sitios,
seguían el ritmo de la danza con el balanceo de sus cuerpos y los brazos
entrelazados. La locura aumentaba en los ojos de la mujer que cumplía aquel rito
violento, y se reflejaba en la mirada de los demás. Se hizo más salvaje y
extravagante el frenético girar de aquella danza enloquecedora... Se convirtió
en un cuadro bestial y obsceno, en tanto que la vieja hechicera aullaba y batía
el tambor como una enajenada, y las varas componían una canción
demoníaca.
La sangre le corría goteante por los miembros, pero ella
parecía no sentir la flagelación sino como un acicate para continuar el
salvajismo de sus movimientos desenfrenados. Al saltar en medio del humo
amarillento que empezaba a extender sus tenues tentáculos para abrazar a las dos
figuras danzantes, se hundió en aquella niebla hedionda y desapareció de la
vista. Volvió a surgir otra vez, seguida inmediatamente de aquel individuo
bestial que la había flagelado, y prorrumpió en un indescriptible furor de
movimientos enloquecedores hasta que, en el colmo del delirio, cayó de pronto
sobre la yerba, temblando y jadeando, completamente vencida por el frenético
esfuerzo. Siguió la flagelación con inalterable violencia, y ella comenzó a
arrastrarse boca abajo hacia el monolito. El sacerdote -por llamarlo así-
continuó azotando su cuerpo indefenso con todas sus fuerzas, mientras ella se
retorcía dejando un pegajoso rastro de sangre sobre la tierra pisoteada. Llegó
por fin al monolito y, boqueando, sin resuello, le echó sus brazos en torno y
cubrió la fría piedra de besos feroces, como en una adoración delirante y
profana.
El grotesco sacerdote saltaba en el aire; había arrojado las
varas salpicadas de sangre. Los adoradores comenzaron a aullar y a echar espuma
por la boca, y de pronto se volvieron unos contra otros y se atacaron con uñas y
dientes, desgarrándose las vestiduras y la carne en una ciega pasión de
bestialidad. El sacerdote se acercó al pequeñuelo que lloraba desconsolado, lo
levantó con su largo brazo y, gritando una vez más ese Nombre, lo hizo girar en
el aire y lo estrelló contra el monolito, en cuya superficie quedó una mancha
espantosa. Muerto de terror, vi cómo abría en canal el cuerpecillo con sus dedos
brutales y arrojaba sobre la columna la sangre que recogía en el hueco de sus
manos. Luego tiró el cuerpo rojo y desgarrado al brasero extinguiendo las llamas
y el humo en una lluvia de chispas, en tanto que detrás los brutos enloquecidos
aullaban una y otra vez ese nombre. Después, de repente, todo el mundo cayó
prosternado sin dejar de retorcerse, al tiempo que el sacerdote extendía sus
manos con gesto amplio y triunfal. Abrí la boca y quise gritar horrorizado, pero
únicamente pude articular un ruido seco. ¡Un animal enorme, monstruoso, como un
sapo, se hallaba agazapado en la cima del monolito!
Contemplé su
hinchada y repulsiva silueta recortada contra la luz de la luna, y en el sitio
en que una criatura normal hubiera tenido el rostro, vi sus tremendos ojos
parpadeantes, en los que se reflejaba toda la lujuria, toda la insondable
concupiscencia, la obscena crueldad y la perversidad monstruosa que ha
atemorizado a los hijos de los hombres desde que sus antepasados se ocultaban,
ciegos y sin pelo, en la copa de los árboles. En aquellos ojos espantosos se
reflejaban todas las cosas sacrílegas y todos los malignos secretos que duermen
en las ciudades sumergidas, que se ocultan de la luz en las tinieblas de las
cavernas primordiales. Y así, aquella cosa repulsiva que el sacrílego ritual de
crueldad, de sadismo y de sangre había despertado del silencio de los cerros,
parpadeaba y miraba de soslayo a sus brutales adoradores, que se arrastraban
ante él en una repugnante humillación.
Ahora, el sacerdote disfrazado
de bestia levantó a la débil muchacha maniatada y la mantuvo levantada con sus
manos brutales ante el monolito. Y cuando aquella monstruosidad lujuriosa y
babeante comenzó a succionar en su pecho, algo estalló en mi cerebro y me hundí
en un piadoso desvanecimiento.
Abrí los ojos sobre una claridad
lechosa. Todos los acontecimientos de la noche me vinieron de golpe a la memoria
y me levanté de un salto. Entonces miré a mi alrededor con asombro. El monolito
se alzaba, descarnado y mudo, sobre la yerba ondulante, verde, intacta bajo la
brisa matinal. Atravesé el claro con paso rápido. Aquí habían saltado y brincado
tantas veces, que la yerba debería haber desaparecido; y aquí la mujer del
ritual se arrastró en su doloroso camino hacia la Piedra, derramando su sangre
sobre la tierra. Sin embargo, ni una sola gota de sangre se veía en el césped
intacto. Miré, temblando de horror, la cara del monolito contra la que el brutal
sacerdote estampó a la criatura robada..., pero no había ninguna mancha,
nada.
¡Un sueño! Había sido un espantosa pesadilla... o qué sé yo... Me
encogí de hombros. ¡Qué intensa claridad para ser un sueño! Regresé
tranquilamente al pueblo y entré en la posada sin ser visto. Una vez allí, me
senté a meditar sobre los acontecimientos de la noche. Cada vez me sentía más
inclinado a descartar la teoría de un sueño. Era evidente que lo que había visto
era una ilusión inconsistente. Pero estaba convencido de que aquello era la
sombra, el reflejo de un acto espantoso perpetrado realmente en tiempos lejanos.
Pero, ¿cómo podía saberse? ¿Qué prueba podría confirmar que había sido la visión
de una asamblea de espectros, más que una mera pesadilla forjada por mi propio
cerebro?
Como una respuesta a este mar de dudas, me vino un nombre a la
cabeza. ¡Selim Bahadur! Según la leyenda, este hombre que había sido tanto
soldado como cronista, mandó el cuerpo de ejército de Solimán que había
devastado Stregoicavar. Parecía lógico; y si era así, había marchado
directamente de este lugar arrasado al sangriento campo de Schomvaal y a su
destino final.
No pude contener una exclamación de sorpresa: aquel
manuscrito que encontraron en el cuerpo del turco y que hizo temblar al conde
Boris... ¿ no podría contener alguna indicación de lo que los conquistadores
turcos habían encontrado en Stregoicavar? ¿Qué otra cosa pudo hacer temblar los
nervios de hierro del poderoso guerrero? y, puesto que los restos mortales del
conde no fueron rescatados jamás, ¿qué duda cabía, sino que el estuche de laca y
su misterioso contenido permanecían aún bajo las ruinas que cubrían a Boris
Vladinoff? Me puse a recoger mis cosas con agitada precipitación.
Tres
días más tarde me encontraba en una aldea a pocas millas del viejo campo de
batalla. Cuando salió la luna, ya estaba yo trabajando febrilmente en el gran
túmulo de piedras desmoronadas que coronaban la colina. Fue un trabajo
agotador... Pensándolo ahora, no comprendo cómo pude llevar a cabo esa tarea; y
no obstante, trabajé sin descanso desde la salida de la luna hasta que empezó a
clarear el día. Justamente estaba yo apartando las últimas piedras, cuando el
sol asomó por el horizonte. Allí estaba todo lo que había quedado del conde
Boris Vladinoff -unos pocos fragmentos de huesos- y entre ellos, totalmente
aplastado, el estuche cuya superficie de laca había preservado el contenido a
través de los siglos.
Lo recogí con ansiedad, y después de apilar unas
piedras sobre aquellos huesos, me marché precipitadamente. No deseaba que me
descubriese ningún viajero suspicaz en aquella acción aparentemente
profanadora.
De nuevo otra vez en mi cuarto de la taberna, abrí el
estuche y encontré el pergamino relativamente intacto. Y había algo más: un
objeto pequeño y chato, envuelto en un trozo de seda. Estaba ansioso por
descifrar los secretos de aquellas hojas amarillentas, pero no podía más de
cansancio. Apenas había dormido desde que salí de Stregoicavar, y los terribles
esfuerzos de la noche anterior acabaron de vencerme. A pesar de mi excitación,
no tuve más remedio que echarme un poco, pero ya no me desperté hasta que
empezaba a anochecer. Cené rápidamente y después, a la luz de una vela, me senté
a leer los limpios caracteres turcos que cubrían el pergamino. Representaba un
trabajo penoso para mí, porque mis nociones de turco no son ni mucho menos
profundas, y el estilo arcaico del texto me desorientaba. Pero luchando
afanosamente, conseguí descifrar una palabra aquí, otra allá, encontrar sentido
en alguna frase, y una vaga impresión de horror me oprimió el corazón. Me
apliqué con todas mis fuerzas a la tarea de traducir, y cuando el relato se hizo
más claro y asequible, la sangre se me heló en las venas, se me pusieron los
pelos de punta, y hasta la lengua se me endureció. Todas las cosas externas
participaron de la espantosa locura de aquel manuscrito infernal; incluso los
ruidos de los insectos nocturnos y de los animales del bosque tomaron la forma
de murmullos horribles y pisadas furtivas de seres espantosos, y los quejidos
del viento en la noche se tornaron en la risa obscena y perversa de las fuerzas
del mal que dominan el espíritu de los hombres.
A lo último, cuando la
claridad gris se filtraba ya entre las rejas de la ventana, dejé a un lado el
manuscrito. La cosa envuelta en el trapo de seda estaba allí. Alargué la mano y
la desenvolví. Me quedé petrificado, porque comprendí que, aun poniendo en duda
la veracidad de lo que decía el manuscrito, aquello era la prueba de que todo
había sido real.
Volví a meter esas dos cosas repulsivas en el estuche,
y no descansé ni probé bocado hasta haberlo arrojado, lastrándolo con una
piedra, en lo más profundo de la corriente del Danubio, el cual -quiera Dios que
así sea- se lo llevó al Infierno, de donde debió venir.
No fue un sueño
lo que tuve la noche del 24 de junio en los montes de Stregoicavar. De haber
presenciado el horrible ceremonial, Justin Geoffrey, que sólo estuvo allí a la
luz del sol y después siguió su camino, habría enloquecido mucho antes. Por lo
que a mí respecta, no sé cómo no llegué a perder el juicio.
No... no
fue un sueño Yo había presenciado el rito inmundo de unos adoradores
desaparecidos hace siglos, surgidos del Infierno para celebrar sus ceremonias
como lo hicieron en otro tiempo; yo vi a unos espectros postrarse ante otro
espectro. Porque hace tiempo que el Infierno reclamó a ese dios horrendo. Hace
muchos, muchísimos años, habitó entre las montañas como reliquia viva de una
edad ya extinguida; pero sus garras asquerosas ya no atrapan a los espíritus de
los seres humanos de este mundo, y su reino es un reino muerto, poblado tan sólo
por los fantasmas de aquellos que le sirvieron en vida.
Por qué
alquimia perversa, por qué impío sortilegio se abren las Puertas del Infierno en
esa noche pavorosa, no lo sé, pero mis propios ojos lo han visto, yo sé que no
vieron ningún ser viviente aquella noche, pues en el manuscrito que redactó la
cuidadosa mano de Selim Bahadur se explica detalladamente lo que él y sus
compañeros de armas descubrieron en el valle de Stregoicavar. Y leí, descritas
con todo detalle, las abominables obscenidades que la tortura arrancaba de los
labios de los aullantes adoradores; y también leí lo que contaba sobre cierta
caverna perdida, tenebrosa, arriba en las montañas, donde los turcos,
horrorizados, habían encerrado un ser monstruoso, hinchado, viscoso como un
sapo, dándole muerte con el fuego y el acero antiguo, bendecido siglos antes por
Mahoma, y mediante conjuros que ya eran viejos cuando Arabia era joven. Y aun
así, la mano firme del anciano Selim temblaba al evocar el cataclismo, las
sacudidas de tierra, los aullidos agónicos de aquella monstruosidad que no murió
sola, pues hizo perecer consigo -en forma que Selim no quiso o no pudo
describir- a diez de los hombres encargados de darle muerte.
Y aquel
ídolo chato, fundido en oro y envuelto en seda, era la imagen de ese mismo ser,
que Selim había arrancado de la cadena que rodeaba el cuello del cadáver del
gran sacerdote-lobo.
¡Bien está que los turcos barrieran ese valle
impuro con el fuego y con la espada! Visiones como las que han contemplado estas
montañas desoladas deben pertenecer a las tinieblas y a los abismos de edades
perdidas. No, no hay que temer que esa especie de sapo me haga temblar de horror
en la noche, Está encadenado en el Infierno, junto con su horda nauseabunda, y
sólo es liberado con ellos una hora, en la noche más espantosa que he visto
jamás. En cuanto a sus adoradores, ninguno queda ya en este
mundo.
Pero, al pensar que tales cosas dominaron una vez el espíritu de
los hombres, me siento invadido por un sudor frío. Tengo miedo de leer las
páginas abominables de von Junzt, porque ahora comprendo lo que significa esa
expresión que tanto repite: ¡Las llaves! ¡Ah! Las llaves de las Puertas
Exteriores, enlaces con un pasado aborrecible y, quién sabe, con aborrecibles
esferas del presente. Y comprendo por qué las escarpas parecían murallas
almenadas bajo la luz de la luna, y por qué el sobrino del tabernero, acosado
por las pesadillas, vio en sueños la Piedra Negra surgiendo como remate de un
castillo negro y gigantesco. Si los hombres excavaran entre esas montañas, puede
que hallaran cosas increíbles bajo las laderas que las enmascaran. En cuanto a
la caverna donde los turcos encerraron aquella.. bestia, no era propiamente una
caverna. Me estremecí al imaginar el insondable abismo de tiempo que se abre
entre el presente y aquella época en que la tierra se estremeció, levantando
como una ola aquellas montañas azules que cubrieron cosas inconcebibles. ¡Ojalá
ningún hombre cave al pie de ese remate horrible que se llama Piedra
Negra!
¡Una llave! ¡Ah, la Piedra es una Llave, símbolo de un horror
olvidado! Ese horror se ha diluido en el limbo del que surgió como una pesadilla
durante el nebuloso amanecer de la Tierra. Pero, ¿qué hay de las otras
posibilidades diabólicas que insinúa von Junzt?.. ¿De quién era esa mano
monstruosa que estranguló su vida? Desde que leí el manuscrito de Selim Bahadur,
ya no he albergado ninguna duda sobre la Piedra Negra. No ha sido siempre el
hombre, señor de la tierra... Pero ¿lo es ahora?
Y obsesivamente, me
vuelve un solo pensamiento: si un ser monstruoso como el Señor del Monolito
hubiera logrado sobrevivir de algún modo a su propia era incalculablemente
lejana, ¿qué formas sin nombre podrían acechar aún en los lugares tenebrosos del
mundo?